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Marilyn...del Cuyaguateje

Apuesto por la ternura

Revolotea la fusta, traza unos surcos en la piel del animal y revienta sobre el lomo de la bestia. El chasquido es horripilante, cruel y doloroso. Urgido por el temor a un nuevo azote, el caballo  aprieta el paso, pero poco después el cansancio lo vuelve a vencer, y hay un nuevo chasquido que acaba con su pellejo en medio de una temperatura ardiente.

¡Arre!, un latigazo y el caballo hala el coche subiendo el puente del río Guamá de la ciudad pinareña, por el Vial Colón Autopista. ¡Arre, arre!, más otro latigazo cruel y, repleto de gente, el medio de transporte avanza raudo.!So, caballo! Y el bruto se detiene, su verdugo recauda unos dineros y el viaje prosigue. Y así, durante horas, días meses y aun años, en el caso de que el jamaleo sea bastante fuerte…y lo es en estos momentos. Tiene que aguantar las sistemáticas sesiones de tortura. Entonces cabe preguntarse si la bestia – la verdadera bestia- es el caballo…

Quede claro: no estoy cuestionando el empleo de los caballos contra las transportación humana. Dicha práctica, por ancestral y necesaria, está justificada.

Lo que molesta a quienes ven estas atrocidades a diario e hiere es el maltrato que cotidianamente les prodigan ciertos individuos, obcecados por el afán de engordar bolsillos. Para ellos lo primero está la “plata” y después, mucho después, el sufrimiento de su desventurada pertenencia.

Es un contrasentido. De no existir el perro, ahora tendríamos al caballo como el mejor amigo , por generoso, útil y esforzado. Pero hay quienes solo consiguen verlo como medio de vida, como una extensión del carricoche, como un trozo de carne con cuatro patas pegado a la montura.

Por lo unidos que están al devenir de la civilización, los rocines merecen más que hierba, latigazos y espuelas. Baste con recordar que, hasta el siglo XIX, eran precisamente los corceles la única compañía del hombre en las grandes batallas, y que hombres de la talla de Napoleón, Maceo y Julio César, los amaron.

Tan cercanos están de nosotros que los vemos en los tableros de ajedrez, en los westerns, los naipes y los carruseles; medimos la potencia de las máquinas en caballos de fuerza; le decimos caballito de mar al hipocampo; tenemos bien presente el refrán “a caballo regalado no se le mira el colmillo”, entre otras.

Tan respetable es, tan alta admiración y estima le debemos, que no hay injuria al emplear el vocativo de “caballo” y el que descuella en una profesión “es un caballo”. Esos son los que debemos amar y no a aquellos que andan por ahí y tienen carné de identidad.

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